Emilio Spósito Contreras
UNA PAUSA DE COMUNICACIÓN
195 horas, 3 minutos, 45 segundos de la misión Apolo 11.
Hemos perdido comunicación con la cápsula de comando. ¡Tanta
preparación, tantos detalles, interrumpidos por estos tres minutos de
descontrol! Siento un intenso dolor en la espalda. A pesar del aire
acondicionado, siento un sofocante calor.
Mi presencia en Houston se debe a la experticia acumulada en la
elaboración de los cuadros de coordinación del tiempo de la misión. Cada década,
año, mes, semana, día, hora, minuto… están minuciosamente dispuestos y ahora
hemos llegado al momento de la reentrada de la cápsula en la atmósfera
terrestre, en el cual perdemos contacto con Armstrong, Collins y Aldrin.
Primero las guerras y luego el
vertiginoso desarrollo de las empresas norteamericanas, sirvieron para prepararnos
para grandes proyectos globales como este. Miles de recursos, tareas y
personas, coordinadas al detalle en el tiempo para alcanzar las estrellas.
195:04:00. No
estoy seguro de quién fue el primero en pensar un viaje a la Luna: Andersen, Verne,
Méliès, Wells… hasta mi coterráneo Hergé popularizó la idea.
El furor del trabajo nos impide detenernos
en recordar a nuestros predecesores. De vez en cuando si acaso pienso en mi pasado,
siempre corriendo de aquí para allá, cumpliendo las órdenes de un bando u otro,
escondido en un bosque del centro de Europa o en un desierto de Norteamérica.
Ahora me vienen a la mente Tsiolkovsky, Goddard
y Oberth. Tuve la dicha de reencontrar a Hermann Oberth en Alabama. Me era
difícil verle a la cara y no pensar que había perdido la visión de un ojo
colaborando con Lang en la filmación de La
mujer en la Luna.
En verdad, ninguno de nosotros está lejos
de un Barbicane, un Dr. Cavor o un Tintín. En el fondo de nuestras almas, todos
esperamos encontrar selenitas y oro en las cumbres de las montañas lunares.
195:05:00. Pero
no han sido solo personas –somos alrededor de 300.000 trabajando en llegar a la
Luna– sino sobre todo recursos. El programa espacial es a los Estados Unidos de
América lo que las Pirámides al antiguo Egipto: un alarde de bienes de todo
tipo y, sobre todo, de tiempo, minuciosamente administrado. Nuevamente pienso
en mi trabajo, agrupando miles de tareas a lo largo de días, horas y minutos…
del cada vez menor tiempo del que disponemos para la mayor y más bella proeza
de la Humanidad: llevar el hombre a la Luna.
Me siento orgulloso de los cuadros de coordinación del tiempo de la misión, tan precisos
como las computadoras del centro de control de la NASA. Lástima que estos tres
minutos se salgan de control.
195:06:00. Los últimos segundos son los
más angustiantes. Desde mi puesto puedo ver la espalda de Duke e imaginar sus
ojos hundidos y sus sienes a punto de estallar. Por primera vez los sistemas de
comunicación son aeroespaciales. Contamos con receptores en lugares tan
distantes como Parkes, Fresnedillas o Goldstone, pero al reentrar en la
atmósfera las gigantescas antenas resultan del todo inútiles.
En estos momentos el calor debe ser
infernal. En un cono de unos tres metros de alto por cuatro de base, nuestros
tres astronautas enfrentan una temperatura de 2.732 grados Fahrenheit. Es un
gran logro el desarrollo de trajes y materiales aislantes del calor. Sin ellos
se cocinarían como ranas en una olla express.
Todo nos lleva a este momento. Quizás el
más difícil, el más peligroso. Por lo visto resulta más fácil llegar a la Luna
que regresar a la Tierra. Es lo que ocurre a los meteoritos que caen, a los
platillos voladores. Es la experiencia de los alienígenas que nos visitan o de
los dioses que nos visitaron en el más remoto pasado.
Me imagino el ligero éter del que
hablaba Homero, liberando llamas multicolores al contacto de la nave: blancas,
amarillas, naranjas, violetas. El hogar de los seres celestiales, el elemento
del que está hecho el infinito según los alquimistas. Es difícil ser objetivo y
no divagar por la fantasía.
Justo ahora nuestros hombres están
cubiertos del glorioso éter, resplandecientes como ángeles, pero mudos, o mejor
dicho, nosotros estamos sordos a sus expresiones. Como en el fondo de una
piscina, empiezo a escuchar mi pesada respiración. A lo lejos, puedo escuchar
los latidos de mi corazón como pasos de un gigante que se avecina.
Expectación. Silencio general.
Treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y
uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco,
cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve,
cincuenta.
195:06:51. –Okay Charly, aquí Armstrong… ¿Me copian?