viernes, 24 de mayo de 2019

50 aniversario del primer alunizaje


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Emilio Spósito Contreras

UNA PAUSA DE COMUNICACIÓN

195 horas, 3 minutos, 45 segundos de la misión Apolo 11.
Hemos perdido comunicación con la cápsula de comando. ¡Tanta preparación, tantos detalles, interrumpidos por estos tres minutos de descontrol! Siento un intenso dolor en la espalda. A pesar del aire acondicionado, siento un sofocante calor.
Mi presencia en Houston se debe a la experticia acumulada en la elaboración de los cuadros de coordinación del tiempo de la misión. Cada década, año, mes, semana, día, hora, minuto… están minuciosamente dispuestos y ahora hemos llegado al momento de la reentrada de la cápsula en la atmósfera terrestre, en el cual perdemos contacto con Armstrong, Collins y Aldrin.
Primero las guerras y luego el vertiginoso desarrollo de las empresas norteamericanas, sirvieron para prepararnos para grandes proyectos globales como este. Miles de recursos, tareas y personas, coordinadas al detalle en el tiempo para alcanzar las estrellas.

195:04:00. No estoy seguro de quién fue el primero en pensar un viaje a la Luna: Andersen, Verne, Méliès, Wells… hasta mi coterráneo Hergé popularizó la idea.
El furor del trabajo nos impide detenernos en recordar a nuestros predecesores. De vez en cuando si acaso pienso en mi pasado, siempre corriendo de aquí para allá, cumpliendo las órdenes de un bando u otro, escondido en un bosque del centro de Europa o en un desierto de Norteamérica.
Ahora me vienen a la mente Tsiolkovsky, Goddard y Oberth. Tuve la dicha de reencontrar a Hermann Oberth en Alabama. Me era difícil verle a la cara y no pensar que había perdido la visión de un ojo colaborando con Lang en la filmación de La mujer en la Luna.
En verdad, ninguno de nosotros está lejos de un Barbicane, un Dr. Cavor o un Tintín. En el fondo de nuestras almas, todos esperamos encontrar selenitas y oro en las cumbres de las montañas lunares.

195:05:00. Pero no han sido solo personas –somos alrededor de 300.000 trabajando en llegar a la Luna– sino sobre todo recursos. El programa espacial es a los Estados Unidos de América lo que las Pirámides al antiguo Egipto: un alarde de bienes de todo tipo y, sobre todo, de tiempo, minuciosamente administrado. Nuevamente pienso en mi trabajo, agrupando miles de tareas a lo largo de días, horas y minutos… del cada vez menor tiempo del que disponemos para la mayor y más bella proeza de la Humanidad: llevar el hombre a la Luna.
Me siento orgulloso de los cuadros de coordinación del tiempo de la misión, tan precisos como las computadoras del centro de control de la NASA. Lástima que estos tres minutos se salgan de control.

195:06:00. Los últimos segundos son los más angustiantes. Desde mi puesto puedo ver la espalda de Duke e imaginar sus ojos hundidos y sus sienes a punto de estallar. Por primera vez los sistemas de comunicación son aeroespaciales. Contamos con receptores en lugares tan distantes como Parkes, Fresnedillas o Goldstone, pero al reentrar en la atmósfera las gigantescas antenas resultan del todo inútiles.
En estos momentos el calor debe ser infernal. En un cono de unos tres metros de alto por cuatro de base, nuestros tres astronautas enfrentan una temperatura de 2.732 grados Fahrenheit. Es un gran logro el desarrollo de trajes y materiales aislantes del calor. Sin ellos se cocinarían como ranas en una olla express.
Todo nos lleva a este momento. Quizás el más difícil, el más peligroso. Por lo visto resulta más fácil llegar a la Luna que regresar a la Tierra. Es lo que ocurre a los meteoritos que caen, a los platillos voladores. Es la experiencia de los alienígenas que nos visitan o de los dioses que nos visitaron en el más remoto pasado.
Me imagino el ligero éter del que hablaba Homero, liberando llamas multicolores al contacto de la nave: blancas, amarillas, naranjas, violetas. El hogar de los seres celestiales, el elemento del que está hecho el infinito según los alquimistas. Es difícil ser objetivo y no divagar por la fantasía.
Justo ahora nuestros hombres están cubiertos del glorioso éter, resplandecientes como ángeles, pero mudos, o mejor dicho, nosotros estamos sordos a sus expresiones. Como en el fondo de una piscina, empiezo a escuchar mi pesada respiración. A lo lejos, puedo escuchar los latidos de mi corazón como pasos de un gigante que se avecina.
Expectación. Silencio general.
Treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta.

195:06:51. –Okay Charly, aquí Armstrong… ¿Me copian?