Carlos R.
Constenla*
EL
DEFENSOR DEL PUEBLO
NO
TIENE QUIEN LE ESCRIBA
(Publicado en la versión impresa de Vltima Ratio:
Boletín jurídico trimestral
de la Sociedad Venezolana para el Estudio del Derecho Latinoamericano. Año II, número V. Caracas, julio-septiembre 2015, pp. 1-2).
En el hombre de
genio –decía Ramón y Cajal– se juntan los idealismos de don Quijote al buen
sentido de Sancho [1]. Si alguna prenda se le deberá pedir al Defensor del
Pueblo, será la de ser persona de genio. Esta invocación literaria nos sugiere
que, en su espinoso camino, la literatura era una aliada para pensar y conocer
mejor a esta singular institución. En suma, que los libros lo ampararían de la
imputación de audaz por irresponsable. Porque es claro que el Defensor del
Pueblo está a mucha distancia de ser como pedía Borges, «...sencillamente admitido como una parte de la realidad
innegable, como las piedras o los árboles» [2]. Muy por el contrario suele aparecer como el Convidado de Piedra al
modo que lo imaginó Tirso de Molina en su inmortal (pocos personajes lo serán
tanto en el mundo) Burlador de Sevilla.
Convidado, pero por compromiso, no por grato. Algo así me sucedió el 9 de julio
de 2007, día en que, después de 90 años nevó en Buenos Aires. Estaba convidado
al acto en que se celebraba la independencia patria, y en respuesta a ciertas
censuras al gobierno que había hecho días antes, las autoridades miraban para
otro lado para evitar saludarme y los cortesanos de menor cuantía, sólo de
lejos lo hacían, con impostura, inclinando muy levemente sus cabezas.
El Defensor del
Pueblo, o quien hiciera sus veces, y sus conflictos, vienen de muy atrás. Como
dice Carlos Fuentes: «...desde Vico, sabemos que el pasado está presente en
nosotros porque somos los portadores de una cultura hecha, y mantenida por
nosotros hoy mismo» [3]. Uslar Pietri advirtió un ayer reciclado: «En todo
momento decisivo, los creadores del futuro se han vuelto hacia un pasado más o
menos auténtico. Los ‘cuáqueros’ de Cromwell se volvieron hacia un cristianismo
evangélico, los revolucionarios franceses se volvieron hacia el borroso y
embellecido recuerdo de la República Romana, los hombres de la Independencia
hispanoamericana hacia el pasado indígena, los románticos hacia una Edad Media
fabulosa y los compañeros de Lenin y Trotsky hacia las crónicas de la
Revolución Francesa» [4].
La del Defensor
del Pueblo, que es una institución del futuro, exige para ser comprendida,
regresar al pasado. Su escrutinio histórico lo entronca sin dudas al Tribuno de
la Plebe, ilustrada fina, agudamente, por Ortega y Gasset: «...este magistrado
no es un magistrado, y por ello no se le conceden honores de tal, mandará
terriblemente, pero sin propiamente mandar. El tribuno, en efecto, no puede
mandar hacer esto o aquello, pero puede mandar –y con eficacia fulminante– a
que no se haga esto ni aquello. Su atribución principal es el veto... Su mando
consistía, pues en evitar el desmán del mando. Era el freno del mando, el
contramando” (...). “Se comprende que así nacida fuera una magistratura
negativa e inversa, una magistratura, diríamos cóncava o en hueco, cuya imagen,
desde hace veinticinco siglos, desafía escandalosamente a la razón
raciocinante. Pues es el caso que esta institución tribunicia en que el derecho
político racionalista ve sólo una extravagancia de alta tensión fue el
prodigioso utensilio estatal que aseguró durante centurias, la solidaridad
entre el Senado y el ‘pueblo’, entre patricios y plebeyos» [5].
Es claro que
aquellas perturbadoras reflexiones de Ortega, se trasladan, con cuánta y mayor
razón, a los educandos de las escuelas elementales. Así escribe Benito Pérez
Galdós la respuesta que da un alumno a su maestro cuando le preguntó sobre
aquella extraordinaria magistratura romana:
«–Los llamaban Tribunos de la Plebe y había
cuatro órdenes de ellos, a saber: el toscano, el jónico, el dórico y el
corintio».
«–Has empezado como un sabio y concluyes como una
mula ¿Qué berenjenal es ese que haces mezclando a los diputados de Roma con los
órdenes de la arquitectura» [6].
Como se ve, el
Defensor del Pueblo existe desde hace mucho. Como las quejas, a las que Samuel
dio bíblica entidad cuando, al dejar de ser juez de Israel, demandó a su pueblo: «...atestiguad contra mí delante de Jehová y
delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, o si he tomado el asno de
alguno, o si he calumniado a alguien o si he agraviado a alguno, o si de
alguien he tomado cohecho por el cual haya cubierto mis ojos: y os satisfaré» [7]. Desde que hay quejas debe haber
alguien que las convierta en reclamo. Samuel lo hace de ese modo: si te quejas
te voy a reparar.
Pero no habrá
sido fácil abrir el camino de la protección de los más débiles ¡Cuanta
resistencia y rencor provocó la creación del Tribuno de la Plebe! Coroliano,
aristócrata romano, se resintió muchísimo con la creación de una magistratura
plebeya. Así nos lo cuenta Tito Livio: «¿lo que no toleré a un rey, Tarquino,
se lo deberé tolerar a un Sicinio (un tribuno)?» [8]. Si como dicen algunos,
Coriolano fue un personaje legendario ¿no es lícito apelar a la ficción
escénica que le armó Shakespeare para estigmatizar al tribunado? «Cinco tribunos de su elección para defender
sus opiniones vulgares: uno es Junio Bruto; otro, Sicinio Veluto y no sé quién
más, ¡voto a Dios! La canalla habría demolido la ciudad antes de haberme
arrancado concesión semejante. Con el tiempo se ensanchará, ganará en fuerza y
suministrará los más grandes argumentos a la lógica de la insurrección» [9].
Sin embargo no es sólo en la historia en que cabe el personaje
«Defensor del Pueblo». El mítico Prometeo fue visto como un verdadero tribuno
popular contra la divinidad pagana, animado por su tozudo espíritu de rebelión.
En el dominio político, lo mismo que en el religioso, ese héroe, protector de
los oprimidos, representa el espíritu de liberación de las clases inferiores [10]. Cuenta Platón que Prometeo, viendo al hombre
desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme, roba a Hefesto y a Atenea la
sabiduría de las artes junto con el fuego y se lo ofrece como regalo al hombre.
Calor y luz es la conquista debida a Prometeo para salvar la condición humana:
el hombre fue el único animal que alcanzó a conocer así a los dioses y a
comprender su finitud [11]. Hesíodo, en Los Trabajos y los
Días, nos cuenta que «el astuto» y «buen» Prometeo, «robó, para el bien de
los hombres», el fuego que había escondido Zeus [12].
Algo parecido, en otras circunstancias y de otro modo, pasó por la
cabeza de fray Luis de Granada: aspiró, según un texto que lo censura, «...enseñar
al pueblo los que a pocos del conviene, porque muy pocos populares pretenderán
yr a la perfección por aquel camino de Fr. Luis, que no se desbaraten en los
exercicios de la vida activa, competentes a sus estados...» (sic) [13].
Es evidente que si el Defensor del Pueblo existe desde hace tiempo, no
siempre fue igual. Participa el agua las calidades de la tierra por
donde pasa, decía Gracián [14] y eso naturalmente se hace mucho más evidente
cuando lo expresa un texto legal.
De todos modos, el espíritu de la institución nutre algunos personajes
en la literatura contemporánea. Tienda de
los milagros de Jorge Amado, traza, a través de la figura de un rábula
bahiano, los perfiles éticos y por momentos picarescos de tan singular
personaje, Defensor del Pueblo al fin. La impresión que me causó la lectura del
libro en el contexto de otras vivencias próximas, me llevó a escribir un
opúsculo que intenta desmitificar esta figura a la que la política y la
doctrina quieren encorsetar con visión conservadora, en los cánones formales
del derecho liberal [15].
Sin embargo, el Defensor del Pueblo, en su versión actual, no provoca
interés literario, al menos hasta donde alcanza mi conocimiento. Sólo los juristas
y en sus casales normativos se ocuparon de él y algo, no demasiado, los
periodistas. Sin embargo, como la diatriba se beneficia de la infinitud de sus
horizontes, el Defensor del Pueblo es susceptible de quedar enredado en la red
de las más extravagantes comparaciones. La mayor –claro que no la mejor lograda–, la postuló un profesor administrativista
que, seguramente, por evocación sonora y para amparar intereses de los que por
lo menos había sido parte, se preguntó en público ¿Defensor del Pueblo o
Enemigo del Pueblo? ¿Se habrá acordado de Ibsen y de su magistral obra teatral
así titulada precisamente: Un enemigo del
pueblo? Tal vez sí, tal vez no. De lo que estoy seguro es que no la debe
haber leído, porque allí el supuesto enemigo del pueblo, es un verdadero
defensor del pueblo. Supongo que el profesor tampoco habrá leído a Nicolás de
Cusa porque no entiende «. . .que a ningún hombre, por más estudioso que sea,
le sobrevendrá nada más perfecto en la doctrina, que saberse doctísimo en la
ignorancia misma, la cual es propia de él» [16] y de ese modo, evitado la maliciosa pregunta.
Decía Rousseau refiriéndose al Tribunado: «...es el conservador de las
leyes y del poder legislativo, y sirve a veces para proteger al soberano contra
el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; otras para sostener
el gobierno contra el pueblo, como hace en Venecia el Consejo de los Diez, y
otras para mantener el equilibrio entre una y otra parte, como lo hacían los
éforos en Esparta» [17]. Estas
consideraciones que de suyo son una definición, señalan que el Defensor del
Pueblo transita por una filosa cornisa. Seguramente, cuando lo adviertan los
escritores, hallarán «materia» como para componer otras letras de mayor vuelo
que las estrictamente jurídicas. Piénsese, así sea con un cierto abuso
comparativo, con cuanto provecho se podrían imaginar ficciones, con los pesares
de aquel predicador del siglo XVII que parece haber tenido una premonición de
los pesares del Defensor del Pueblo: «El
grande trabajo... del predicador... es el oficio de dar siempre malas nuevas,
reñir con todos, decir a todos sus faltas sin respetar personas... Si reñimos a
los viciosos o poderosos, apedréanos, cobramos enemigos, no medramos y aún
suelen desterrarnos. Si no reñimos mándanos Dios ahorcar por ello. Mirad qué
bien librados estamos» [18].
La
Lucila, Buenos Aires, octubre de 2014.
NOTAS
* Universidad
de Buenos Aires, Abogado. Instituto Latinoamericano del
Ombudsman-Defensor del Pueblo, Presidente.
[1] S. Ramón y
Cajal: Los tónicos de la voluntad (1899) Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires
1941 p. 41.
[2] Pertenece a un verso de «Llaneza» en el libro de
poemas Fervor de Buenos Aires.
[3] C. Fuentes:
Tres discursos para dos aldeas,
1ª edición, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 1993 p. 21.
[4] A. Uslar
Pietri: Nuevo Mundo. Mundo Nuevo,
Biblioteca Ayacucho, Caracas 1998 p. 178.
[5] J. Ortega y
Gasset: Las Atlántidas y Del Imperio
Romano (1941) Revista de Occidente, Madrid 1960 pp. 144/5
[6] Está en la primera página de la novela El
Grande Oriente de Benito Pérez
Galdós, que integra los conocidos Episodios Nacionales(1875) que tan
justa fama dieron al escritor canario.
[7] Samuel 1, 12, 3.
[8] T. Livio: Storia
di Roma II, 33.
[9] W.Shakespeare, William: Coriolano (1623), acto I, escena 1, en Obras
Completas, traducción por Luis Astrana Marín, Aguilar, Madrid 1951 p.
1849.
[10] L. Séchan, Louis: El mito de Prometeo, traducción por Ezequiel de Olaso, 2ª
edición EUDEBA, Buenos Aires 1964 p. 33.
[11] Platón: Protágoras en Diálogos traducción por
Juan B. Bergúa, editado por Juan B. Bergúa, Madrid 1968 p. 127.
[12] Hesíodo: Trabajos y días en Obras
y Fragmentos, traducción por Aurelio Pérez Jiménez, Gredos, Madrid 2000
p. 65.
[13] Transcripción de una Censura del Catecismo de
Cardenal Bartolomé Carranza en F. Caballero: Coquenses
ilustres. Vida de Melchor Cano, Imprenta del Colegio Nacional de Sordos,
Mudos y de Ciegos, Madrid 1871, T° II p. 597.
[14] Ver B.
Gracián, Oráculo manual y arte de la
prudencia (1647), edición del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (facsímil de la edición de
1954), Madrid 2003 p. 27. En realidad Gracián escribió: «. . .por las
cualidades buenas o malas de las venas por las que pasa. . .». La feliz
adaptación corre por cuenta de Azorín, Españoles
en París (1939), 3ª edición,
Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires 1944 p. 154.
[15] C.
Constenla: Del Monte Sacro a Salvador de
Bahía en [áDA, Revista de la Asociación de Derecho Administrativo de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, diciembre 2013 n° 5 pp. 195 – 208.
[16] N. de Cusa: La docta ignorancia (1440), traducción
por Manuel Fuentes Benot, Orbis, Buenos Aires 1984 p. 24.
[17] J. J. Rousseau: Du contrat Social (1762), libro IV,
Capítulo V, traducción por Enriqeu De La Rosa, Compañía General, Fabril
Editora, Buenos Aires 1961 p. 242.
[18] F. Terrones del Caño, Instrucción de predicadores (1617), Espasa Calpe, Madrid 1960 p. 36.
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