jueves, 19 de noviembre de 2015

El Defensor del Pueblo


Carlos R. Constenla*

EL DEFENSOR DEL PUEBLO
NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA

(Publicado en la versión impresa de Vltima Ratio:
Boletín jurídico trimestral de la Sociedad Venezolana para el Estudio del Derecho Latinoamericano. Año II, número V. Caracas, julio-septiembre 2015, pp. 1-2).

En el hombre de genio –decía Ramón y Cajal– se juntan los idealismos de don Quijote al buen sentido de Sancho [1]. Si alguna prenda se le deberá pedir al Defensor del Pueblo, será la de ser persona de genio. Esta invocación literaria nos sugiere que, en su espinoso camino, la literatura era una aliada para pensar y conocer mejor a esta singular institución. En suma, que los libros lo ampararían de la imputación de audaz por irresponsable. Porque es claro que el Defensor del Pueblo está a mucha distancia de ser como pedía Borges, «...sencillamente admitido como una parte de la realidad innegable, como las piedras o los árboles» [2]. Muy por el contrario suele aparecer como el Convidado de Piedra al modo que lo imaginó Tirso de Molina en su inmortal (pocos personajes lo serán tanto en el mundo) Burlador de Sevilla. Convidado, pero por compromiso, no por grato. Algo así me sucedió el 9 de julio de 2007, día en que, después de 90 años nevó en Buenos Aires. Estaba convidado al acto en que se celebraba la independencia patria, y en respuesta a ciertas censuras al gobierno que había hecho días antes, las autoridades miraban para otro lado para evitar saludarme y los cortesanos de menor cuantía, sólo de lejos lo hacían, con impostura, inclinando muy levemente sus cabezas.
El Defensor del Pueblo, o quien hiciera sus veces, y sus conflictos, vienen de muy atrás. Como dice Carlos Fuentes: «...desde Vico, sabemos que el pasado está presente en nosotros porque somos los portadores de una cultura hecha, y mantenida por nosotros hoy mismo» [3]. Uslar Pietri advirtió un ayer reciclado: «En todo momento decisivo, los creadores del futuro se han vuelto hacia un pasado más o menos auténtico. Los ‘cuáqueros’ de Cromwell se volvieron hacia un cristianismo evangélico, los revolucionarios franceses se volvieron hacia el borroso y embellecido recuerdo de la República Romana, los hombres de la Independencia hispanoamericana hacia el pasado indígena, los románticos hacia una Edad Media fabulosa y los compañeros de Lenin y Trotsky hacia las crónicas de la Revolución Francesa» [4].
La del Defensor del Pueblo, que es una institución del futuro, exige para ser comprendida, regresar al pasado. Su escrutinio histórico lo entronca sin dudas al Tribuno de la Plebe, ilustrada fina, agudamente, por Ortega y Gasset: «...este magistrado no es un magistrado, y por ello no se le conceden honores de tal, mandará terriblemente, pero sin propiamente mandar. El tribuno, en efecto, no puede mandar hacer esto o aquello, pero puede mandar –y con eficacia fulminante– a que no se haga esto ni aquello. Su atribución principal es el veto... Su mando consistía, pues en evitar el desmán del mando. Era el freno del mando, el contramando” (...). “Se comprende que así nacida fuera una magistratura negativa e inversa, una magistratura, diríamos cóncava o en hueco, cuya imagen, desde hace veinticinco siglos, desafía escandalosamente a la razón raciocinante. Pues es el caso que esta institución tribunicia en que el derecho político racionalista ve sólo una extravagancia de alta tensión fue el prodigioso utensilio estatal que aseguró durante centurias, la solidaridad entre el Senado y el ‘pueblo’, entre patricios y plebeyos» [5].
Es claro que aquellas perturbadoras reflexiones de Ortega, se trasladan, con cuánta y mayor razón, a los educandos de las escuelas elementales. Así escribe Benito Pérez Galdós la respuesta que da un alumno a su maestro cuando le preguntó sobre aquella extraordinaria magistratura romana:

«Los llamaban Tribunos de la Plebe y había cuatro órdenes de ellos, a saber: el toscano, el jónico, el dórico y el corintio».
«Has empezado como un sabio y concluyes como una mula ¿Qué berenjenal es ese que haces mezclando a los diputados de Roma con los órdenes de la arquitectura» [6].

Como se ve, el Defensor del Pueblo existe desde hace mucho. Como las quejas, a las que Samuel dio bíblica entidad cuando, al dejar de ser juez de Israel, demandó a su pueblo: «...atestiguad contra mí delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, o si he tomado el asno de alguno, o si he calumniado a alguien o si he agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho por el cual haya cubierto mis ojos: y os satisfaré» [7]. Desde que hay quejas debe haber alguien que las convierta en reclamo. Samuel lo hace de ese modo: si te quejas te voy a reparar.
Pero no habrá sido fácil abrir el camino de la protección de los más débiles ¡Cuanta resistencia y rencor provocó la creación del Tribuno de la Plebe! Coroliano, aristócrata romano, se resintió muchísimo con la creación de una magistratura plebeya. Así nos lo cuenta Tito Livio: «¿lo que no toleré a un rey, Tarquino, se lo deberé tolerar a un Sicinio (un tribuno)?» [8]. Si como dicen algunos, Coriolano fue un personaje legendario ¿no es lícito apelar a la ficción escénica que le armó Shakespeare para estigmatizar al tribunado? «Cinco tribunos de su elección para defender sus opiniones vulgares: uno es Junio Bruto; otro, Sicinio Veluto y no sé quién más, ¡voto a Dios! La canalla habría demolido la ciudad antes de haberme arrancado concesión semejante. Con el tiempo se ensanchará, ganará en fuerza y suministrará los más grandes argumentos a la lógica de la insurrección» [9].
Sin embargo no es sólo en la historia en que cabe el personaje «Defensor del Pueblo». El mítico Prometeo fue visto como un verdadero tribuno popular contra la divinidad pagana, animado por su tozudo espíritu de rebelión. En el dominio político, lo mismo que en el religioso, ese héroe, protector de los oprimidos, representa el espíritu de liberación de las clases inferiores [10]. Cuenta Platón que Prometeo, viendo al hombre desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme, roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego y se lo ofrece como regalo al hombre. Calor y luz es la conquista debida a Prometeo para salvar la condición humana: el hombre fue el único animal que alcanzó a conocer así a los dioses y a comprender su finitud [11]. Hesíodo, en Los Trabajos y los Días, nos cuenta que «el astuto» y «buen» Prometeo, «robó, para el bien de los hombres», el fuego que había escondido Zeus [12].
Algo parecido, en otras circunstancias y de otro modo, pasó por la cabeza de fray Luis de Granada: aspiró, según un texto que lo censura, «...enseñar al pueblo los que a pocos del conviene, porque muy pocos populares pretenderán yr a la perfección por aquel camino de Fr. Luis, que no se desbaraten en los exercicios de la vida activa, competentes a sus estados...» (sic) [13].
Es evidente que si el Defensor del Pueblo existe desde hace tiempo, no siempre fue igual. Participa el agua las calidades de la tierra por donde pasa, decía Gracián [14] y eso naturalmente se hace mucho más evidente cuando lo expresa un texto legal.
De todos modos, el espíritu de la institución nutre algunos personajes en la literatura contemporánea. Tienda de los milagros de Jorge Amado, traza, a través de la figura de un rábula bahiano, los perfiles éticos y por momentos picarescos de tan singular personaje, Defensor del Pueblo al fin. La impresión que me causó la lectura del libro en el contexto de otras vivencias próximas, me llevó a escribir un opúsculo que intenta desmitificar esta figura a la que la política y la doctrina quieren encorsetar con visión conservadora, en los cánones formales del derecho liberal [15].
Sin embargo, el Defensor del Pueblo, en su versión actual, no provoca interés literario, al menos hasta donde alcanza mi conocimiento. Sólo los juristas y en sus casales normativos se ocuparon de él y algo, no demasiado, los periodistas. Sin embargo, como la diatriba se beneficia de la infinitud de sus horizontes, el Defensor del Pueblo es susceptible de quedar enredado en la red de las más extravagantes comparaciones. La mayor –claro que no la mejor lograda, la postuló un profesor administrativista que, seguramente, por evocación sonora y para amparar intereses de los que por lo menos había sido parte, se preguntó en público ¿Defensor del Pueblo o Enemigo del Pueblo? ¿Se habrá acordado de Ibsen y de su magistral obra teatral así titulada precisamente: Un enemigo del pueblo? Tal vez sí, tal vez no. De lo que estoy seguro es que no la debe haber leído, porque allí el supuesto enemigo del pueblo, es un verdadero defensor del pueblo. Supongo que el profesor tampoco habrá leído a Nicolás de Cusa porque no entiende «. . .que a ningún hombre, por más estudioso que sea, le sobrevendrá nada más perfecto en la doctrina, que saberse doctísimo en la ignorancia misma, la cual es propia de él» [16] y de ese modo, evitado la maliciosa pregunta.
Decía Rousseau refiriéndose al Tribunado: «...es el conservador de las leyes y del poder legislativo, y sirve a veces para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; otras para sostener el gobierno contra el pueblo, como hace en Venecia el Consejo de los Diez, y otras para mantener el equilibrio entre una y otra parte, como lo hacían los éforos en Esparta» [17]. Estas consideraciones que de suyo son una definición, señalan que el Defensor del Pueblo transita por una filosa cornisa. Seguramente, cuando lo adviertan los escritores, hallarán «materia» como para componer otras letras de mayor vuelo que las estrictamente jurídicas. Piénsese, así sea con un cierto abuso comparativo, con cuanto provecho se podrían imaginar ficciones, con los pesares de aquel predicador del siglo XVII que parece haber tenido una premonición de los pesares del Defensor del Pueblo: «El grande trabajo... del predicador... es el oficio de dar siempre malas nuevas, reñir con todos, decir a todos sus faltas sin respetar personas... Si reñimos a los viciosos o poderosos, apedréanos, cobramos enemigos, no medramos y aún suelen desterrarnos. Si no reñimos mándanos Dios ahorcar por ello. Mirad qué bien librados estamos» [18].
La Lucila, Buenos Aires, octubre de 2014.

NOTAS

* Universidad de Buenos Aires, Abogado. Instituto Latinoamericano del Ombudsman-Defensor del Pueblo, Presidente.

[1] S. Ramón y Cajal: Los tónicos de la voluntad (1899) Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires 1941 p. 41.

[2] Pertenece a un verso de «Llaneza» en el libro de poemas Fervor de Buenos Aires.

[3] C. Fuentes: Tres discursos para dos aldeas, 1ª edición, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 1993 p. 21.

[4] A. Uslar Pietri: Nuevo Mundo. Mundo Nuevo, Biblioteca Ayacucho, Caracas 1998 p. 178.

[5] J. Ortega y Gasset: Las Atlántidas y Del Imperio Romano (1941) Revista de Occidente, Madrid 1960 pp. 144/5

[6] Está en la primera página de la novela El Grande Oriente de Benito Pérez Galdós, que integra los conocidos Episodios Nacionales(1875) que tan justa fama dieron al escritor canario.

[7] Samuel 1, 12, 3.

[8] T. Livio: Storia di Roma II, 33.

[9] W.Shakespeare, William: Coriolano (1623), acto I, escena 1, en Obras Completas, traducción por Luis Astrana Marín, Aguilar, Madrid 1951 p. 1849.

[10] L. Séchan, Louis: El mito de Prometeo, traducción por Ezequiel de Olaso, 2ª edición EUDEBA, Buenos Aires 1964 p. 33.

[11] Platón: Protágoras en Diálogos traducción por Juan B. Bergúa, editado por Juan B. Bergúa, Madrid 1968 p. 127.

[12] Hesíodo: Trabajos y días en Obras y Fragmentos, traducción por Aurelio Pérez Jiménez, Gredos, Madrid 2000 p. 65.

[13] Transcripción de una Censura del Catecismo de Cardenal Bartolomé Carranza en F. Caballero: Coquenses ilustres. Vida de Melchor Cano, Imprenta del Colegio Nacional de Sordos, Mudos y de Ciegos, Madrid 1871, T° II p. 597.

[14] Ver B. Gracián, Oráculo manual y arte de la prudencia (1647), edición del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (facsímil de la edición de 1954), Madrid 2003 p. 27. En realidad Gracián escribió: «. . .por las cualidades buenas o malas de las venas por las que pasa. . .». La feliz adaptación corre por cuenta de Azorín, Españoles en París (1939), 3ª edición, Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires 1944 p. 154.

[15] C. Constenla: Del Monte Sacro a Salvador de Bahía en [áDA, Revista de la Asociación de Derecho Administrativo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, diciembre 2013 n° 5 pp. 195 – 208.

[16] N. de Cusa: La docta ignorancia (1440), traducción por Manuel Fuentes Benot, Orbis, Buenos Aires 1984 p. 24.

[17] J. J. Rousseau: Du contrat Social (1762), libro IV, Capítulo V, traducción por Enriqeu De La Rosa, Compañía General, Fabril Editora, Buenos Aires 1961 p. 242.

[18] F. Terrones del Caño, Instrucción de predicadores (1617), Espasa Calpe, Madrid 1960 p. 36.

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