miércoles, 16 de noviembre de 2016

De un tiempo a otro

Alberto Amengual

DE UN TIEMPO A OTRO
De la Venezuela de Manuel Cabré al desastre actual
                                    
En 1980 una venturosa vuelta de mi destino me puso en contacto con el pintor Manuel Cabré, a quien entrevisté para un libro sobre su infancia que luego sería publicado, en 1984, por la Galería de Arte Nacional. Para ese momento el artista tenía 90 años (había nacido en Barcelona, España, el 25 de enero de 1890)  y si antes del encuentro albergaba dudas sobre la eficacia del diálogo en virtud de los efectos de Cronos sobre su memoria,  una vez en la calle, mientras caminaba con Elida Salazar, la bella y muy bien preparada muchacha que puso sus buenos oficios a mi disposición, no podía menos que sentir una inmerecida satisfacción.

¡Qué inolvidable lección recibí aquella mañana! Durante más de dos horas un venezolano ejemplar me mostraba el mejor rostro de un país que ahora, 36 años después, no puedo menos que evocar porque el contraste con la infausta realidad actual así lo exige:

Mi padre no pudo desarrollar su trabajo en el arte porque la Venezuela antes del  petróleo era sumamente pobre y para nosotros, extranjeros aquí, la situación era angustiosa. Tanto así que debí abandonar el colegio para trabajar y no volví más.

“Educación para el trabajo” creo que llegó a llamarse una asignatura que, como tantas otras, padeció hasta su  desaparición de esa irrealidad crónica que parece signo fatal en nuestro destino. 

“Pasábamos muchas hambres” llegó a puntualizar el pintor, pero en aquel tiempo la ya ajada conseja de labrarse un futuro  tenía un significado muy distinto al actual:

Soy una persona hecha por mí mismo a través de infinidad de dificultades. Mi gran satisfacción es haber cumplido con mi vocación de pintor, vocación que tuve desde niño.
Y para lograrlo nada mejor que trabajar duro, sin prejuicios por la clase de quehacer que se debía ejecutar:

Voy a contar una cosa muy cómica relacionada con mi primer trabajo. Mi padre tenía un amigo catalán que era carpintero. Pues bien, ese amigo puso un negocio donde se vendía mucho, y mi padre, creyendo que me pondría a llevar cuentas porque yo era un muchacho muy aplicado, habló con él para que me diera un trabajo ahí. No llevé ningunas cuentas, el amigo de mi padre me puso a repartir desayunos con un azafate en las manos, en la sección de quienes vendían verduras en el mercado (de San Jacinto)… A mí me daba vergüenza pensar que un compañero de colegio me podía ver. Fue entonces cuando mi padre me dijo: no chico, tú estás trabajando y el trabajo no debe avergonzar a nadie.

Lección de educación, práctica e inolvidable. Y no sólo para el trabajo sino para todos los aspectos de la vida. Después colocó estampillas “del gobierno” en las cajas de una fábrica de cigarros.

Esas estampillas venían en unos pliegos, perforados para poder desprenderlas con facilidad. Pagaban un centavo por cada rueda de cuarenta y ocho cajetillas (…) Llegué a estampillar ciento sesenta ruedas diarias y me ganaba ocho bolívares que, en ese momento, y durante mucho tiempo, era todo el dinero que entraba a la casa, y el cual sólo alcanzaba para comer. La jornada era de ocho horas diarias y siempre terminaba con la espalda adolorida Por fortuna, mi padre consiguió otro trabajo y me sacó de ese lugar, estaba destrozado.


En ese sostenido y constante proceso de hacerse a sí mismo, que lo acompañará hasta su muerte, Manuel Cabré trabajó once años con Eusebio Chelini, “un español muy inquieto”. Atento a todo cuanto ocurría a su alrededor, el pintor había notado…

… “que aquí se vendían, para regalos de matrimonio, unas figuras decorativas –mujeres desnudas en su mayoría-, traídas especialmente de Italia y Francia. Eran de terracota, vi en aquello la posibilidad de hacer un buen negocio y le propuse a Chelini una pequeña industria: se tomaba como modelo una de las esculturas que venían, se le hacía el molde y se vaciaban en yeso. Lo que le daba valor a la imitación era la pintura hecha por mí. Chelini accedió y hasta terminó por viajar a Francia para traer varios modelos.

Trabajaba a destajo y eso le permitía combinar el trabajo que le daba para vivir con la pintura. Aun cuando Chelini vio en aquello una gran oportunidad y le propuso agrandar “esa industria”, en el pintor privó la sana ambición sobre la desmedida codicia y se negó: ninguna labor, por lucrativa que fuese, le impediría cumplir con su único anhelo vital.

A cada momento Chelini me decía: mete cinco, seis ayudantes, los que hagan falta, y yo le contestaba: “no señor Chelini, yo hago esto para poder pintar. El era un hombre muy duro, pero me tenía afecto y terminaba diciéndome: haz lo que te dé la gana”.

Su secreto, como el de muchos venezolanos de la época, era simple pero de muy difícil ejecución para una gran mayoría:

Podía pintar en la mañana e ir un rato en la tarde a trabajar. Cuando se aprovecha la mañana el día está aprovechado. Recuerdo pintores de esa época que a las dos o tres de la tarde decían: caramba, está bonito el día para ir a trabajar. Yo no. Siempre me he levantado muy temprano, dispuesto a trabajar (…) Pintar fue una lucha contra la adversidad. Mandaba la pobreza, era necesario hacer esfuerzos para ayudar a la familia. Un mes antes de irme para Europa todavía estaba trabajando. Había reunido seis mil bolívares y con ese dinero me fui.

Se fue a Francia,  itinerario obligado  para los intelectuales y artistas de la época, no sólo para aquellos que iban con el sincero deseo de aprender (como en el caso de Cabré), sino también para quienes a su regreso presumirían y ostentarían sin mostrar logro alguno. Aun cuando viera escenarios naturales muy diferentes a los nuestros y acrecentara sus conocimientos con nuevas técnicas, estilo y empleo de los colores, el pintor seguiría fiel al rumbo trazado de manera auspiciosa por los escenarios naturales de su infancia.

Cuando tenía siete años vivía de Quinta Crespo a Horno Negro, sitio donde había una cantidad de casas muy pequeñas. Yo era un niño tranquilo y me sentaba a ver el cielo, las nubes y todas esas cosas sin una finalidad. Sin darme cuenta, ese espectáculo me subyugaba.

Y de aquella época, aun adolescente y cuando daba los primeros pasos en su único sendero posible, deja constancia en su conversación conmigo, cuando puntualiza lo que sería una reafirmación de valores, hoy lamentablemente perdidos para el común de los venezolanos:

Nunca he actuado de mala fe, jamás he hecho nada con un propósito ajeno a la pintura misma. Detesto la vanidad (…) Nosotros, quienes fundamos el Círculo de Bellas Artes, éramos un grupo de jóvenes que criticábamos una serie de defectos existentes en la Venezuela de aquel entonces ( y omnipresente en la Venezuela actual) : la petulancia, la vanidad de gente que no hacía casi nada y se creía una gran cosa.

Si algún privilegio ha tenido esta tierra a lo largo de su historia, ése es el de albergar en su seno grandes talentos (en una oportunidad mi profesor Ángel Rama, lamentablemente fallecido en un accidente aéreo hace muchos años, me dijo; “me molesta profundamente que en este país se derrocha tanto o más talento que petróleo”) , muchos de los cuales se pierden, o por falta de voluntad, o por falta de ayuda. Un buen ejemplo nos lo pinta el maestro Cabré:

Cuando nosotros empezamos existía un grupo donde el más destacado era un hombre del pueblo llamado Valdéz, un negro muy feo con un extraordinario talento pictórico. En el museo hay un cuadro suyo, La madre enferma, su madre, una muestra de lo que hubiera podido hacer. Había otro de apellido Uzcátegui. Lamentablemente esos talentos se perdieron, fueron pintores frustrados por la pobreza y la indiferencia oficial.

En este punto se me ocurrió preguntarle al pintor por qué, si la indiferencia oficial era la misma con todo el mundo, él y su grupo habían salido adelante y me respondió con un lenguaje que, de haber vivido en esta época, hubiera sido motivo de una inmediata execración por parte del sector oficial.

Porque pertenecíamos a la pequeña burguesía (seguro estoy de que el maestro empleó esa frase sin seguir ningún cartabón ideológico), que es de donde han salido las grandes cosas. La gente de la pequeña burguesía es ordenada, manda a sus hijos al colegio, se preocupa por formarlos, educarlos. Así, cuando alguien tiene facilidad para algo, puede cultivarse. Nosotros éramos muchachos que, con o sin disciplina, habíamos ido a la escuela, creíamos en el estudio y el trabajo continuado.

Manuel Cabré nació en 1890, de manera tal que su infancia, adolescencia y buena parte de su madurez le tocó vivirlas bajo el signo retrógrado de las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. Y siendo lugar común en los regímenes dictatoriales su atrabiliario y venático desafecto hacia todo aquél que se prepara y cultiva su intelecto en cualquier actividad digna, no sorprende lo difícil que debió ser para muchos venezolanos, no sólo intelectuales y artistas, el subsistir y darle cumplimiento a sus inquietudes. En este sentido da muy buenos ejemplos sobre lo que fue la conducta de muchos de sus compañeros. Conducta que en el tiempo presente se torna aún más loable, dada la magnitud trágica del actual escenario.

Hay pintores que en las épocas terribles, como la de Gómez, dejaron de pintar y luego, cuando la situación cambió, volvieron a hacerlo  En cambio,  hay otros como Rafael Monasterios, Armando Reverón y Marcos Castillo, a quienes respeto y admiro porque pasaron infinidad de miserias y de hambre pero nunca desertaron de la pintura, jamás perdieron el fervor por lo que estaban haciendo y cada uno de ellos dejó una obra digna y respetable. Quiero hacer hincapié en esto: al pintor de esa época se le presentaba el difícil problema de cómo vivir y cómo pintar. Ellos, cada quien a su manera, lograron resolverlo.

Releo estás líneas y recuerdo con nitidez el tono de reproche con el que prosiguió su discurso luego de una breve pausa:

En Venezuela el olvido es una cualidad, una triste cualidad. Afortunadamente, el testimonio no se puede borrar. Monasterios,  Reverón  y Marcos Castillo son lo que hicieron. Sus obras están allí, mostrándose, con una vigencia que nada ni nadie podrá negarles.

En ese momento se me ocurrió, quizá de manera apresurada (así lo pensaba), asociar la configuración de ese carácter olvidadizo con la bonanza petrolera y el maestro respondió sin titubeos.
Indudablemente cada país tiene sus características naturales. Sin embargo, en el caso nuestro, la súbita aparición de esta riqueza trajo consigo muchas cosas malas. Sin ánimo de censura, me parece que una de ellas es haber formado una juventud desapegada y poco crítica, la cual no siente por el país nada que le obligue a continuar una manera de ser ( ¡Cuánta verdad encierran estas proféticas palabras, pronunciadas hace 36 años! ). En gran medida, el tesoro petrolero ha contribuido a la pereza, al amor a la holgazanería, el asco hacia el trabajo y una conducta acicateada por el dinero fácil. Naturalmente, una actitud tal favorece el deterioro de los valores espirituales

Once años trabajó Manuel Cabré con Eusebio Chelini y, con el dinero que ahorró, residió durante once años en Francia. A no dudarlo,  adquirió conocimientos, perfeccionó su técnica y contrastó paisajes. A diferencia de muchos otros, ni el alarde ni la vanidad formaron parte de su conducta al regresar; por el contrario, con humildad y no poco orgullo manifestó:

Estuve allí con mi propio dinero. Nunca tuve una beca ni una pensión…jamás le  hubiera pedido nada a nadie (…) allá viví una renovación  espiritual  y es esa renovación la que  da a la vida un sentido diferente e interesante. Quien dedica su vida al arte es una persona afortunada, pues vive inmerso en una gran pasión. Yo, pongamos por caso, tengo noventa años y la pasión es la misma. Poseo una riqueza que no tiene todo el mundo. Hay hombres cuya finalidad es el dinero y hacen millones, después llegan a los sesenta años y se fastidian como ostras, no saben qué hacer.

Con respecto al manoseado mote de “pintor del Avila, manifestó con sencillez:

Los paisajistas famosos, ¿qué han hecho? Lo mismo que yo, pintar el paisaje del lugar donde nacieron, vivieron y sufrieron. Utrillo, por ejemplo, ¿qué pintó? Las calles de Montmartre, el barrio donde nació. A mí se me criticó porque cuando alguien saca la cabeza de la línea horizontal, inmediatamente surgen quienes lo elogian y quienes lo vituperan, de ese fenómeno no se salva nadie (…)  Con el mote de pintor del Avila he podido enriquecerme en poco tiempo, pintando cuadritos con ese tema y vendiéndolos a elevados precios.

El pintor Manuel Cabré no hizo tal cosa. Fiel a sus principios y a los valores recibidos desde su infancia, vivió su larga existencia con humildad y sencillez. Quizá al venezolano de hoy todo esto le parezca un periplo inútil y carente de sentido. En una sociedad donde el frenesí por lo material ha aplastado la espiritualidad y donde la ambición de poder carece de límites, hasta el punto de atropellar elementales normas de convivencia y justicia social, vidas como la de Cabré seguirán siendo referencias obligadas a la hora de comparecer en el inexorable juicio  de  la historia.
                           
Caracas, lunes 31 de octubre de 2016.

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