De la Venezuela de Manuel
Cabré al desastre actual
En 1980 una venturosa
vuelta de mi destino me puso en contacto con el pintor Manuel Cabré, a quien
entrevisté para un libro sobre su infancia que luego sería publicado, en 1984,
por la Galería de Arte Nacional. Para ese momento el artista tenía 90 años (había
nacido en Barcelona, España, el 25 de enero de 1890) y si antes del
encuentro albergaba dudas sobre la eficacia del diálogo en virtud de los
efectos de Cronos sobre su memoria, una vez en la calle, mientras
caminaba con Elida Salazar, la bella y muy bien preparada muchacha que puso sus
buenos oficios a mi disposición, no podía menos que sentir una inmerecida
satisfacción.
¡Qué inolvidable
lección recibí aquella mañana! Durante más de dos horas un venezolano ejemplar
me mostraba el mejor rostro de un país que ahora, 36 años después, no puedo
menos que evocar porque el contraste con la infausta realidad actual así lo
exige:
Mi padre no pudo
desarrollar su trabajo en el arte porque la Venezuela antes del petróleo
era sumamente pobre y para nosotros, extranjeros aquí, la situación era
angustiosa. Tanto así que debí abandonar el colegio para trabajar y no volví
más.
“Educación para el
trabajo” creo que llegó a llamarse una asignatura que, como tantas otras,
padeció hasta su desaparición de esa irrealidad crónica que parece
signo fatal en nuestro destino.
“Pasábamos muchas
hambres” llegó a puntualizar el pintor, pero en aquel tiempo la ya ajada
conseja de labrarse un futuro tenía un significado muy distinto al
actual:
Soy una persona hecha
por mí mismo a través de infinidad de dificultades. Mi gran satisfacción es
haber cumplido con mi vocación de pintor, vocación que tuve desde niño.
Y para lograrlo nada
mejor que trabajar duro, sin prejuicios por la clase de quehacer que se debía
ejecutar:
Voy a contar una cosa
muy cómica relacionada con mi primer trabajo. Mi padre tenía un amigo catalán
que era carpintero. Pues bien, ese amigo puso un negocio donde se vendía mucho,
y mi padre, creyendo que me pondría a llevar cuentas porque yo era un muchacho muy
aplicado, habló con él para que me diera un trabajo ahí. No llevé ningunas
cuentas, el amigo de mi padre me puso a repartir desayunos con un azafate en
las manos, en la sección de quienes vendían verduras en el mercado (de San
Jacinto)… A mí me daba vergüenza pensar que un compañero de colegio me podía
ver. Fue entonces cuando mi padre me dijo: no chico, tú estás
trabajando y el trabajo no debe avergonzar a nadie.
Lección de educación,
práctica e inolvidable. Y no sólo para el trabajo sino para todos los aspectos
de la vida. Después colocó estampillas “del gobierno” en las cajas de una
fábrica de cigarros.
Esas estampillas
venían en unos pliegos, perforados para poder desprenderlas con facilidad.
Pagaban un centavo por cada rueda de cuarenta y ocho cajetillas (…) Llegué a
estampillar ciento sesenta ruedas diarias y me ganaba ocho bolívares que, en
ese momento, y durante mucho tiempo, era todo el dinero que entraba a la casa,
y el cual sólo alcanzaba para comer. La jornada era de ocho horas diarias y
siempre terminaba con la espalda adolorida Por fortuna, mi padre consiguió otro
trabajo y me sacó de ese lugar, estaba destrozado.
En ese sostenido y
constante proceso de hacerse a sí mismo, que lo acompañará hasta su muerte,
Manuel Cabré trabajó once años con Eusebio Chelini, “un español muy inquieto”.
Atento a todo cuanto ocurría a su alrededor, el pintor había notado…
… “que aquí se
vendían, para regalos de matrimonio, unas figuras decorativas –mujeres desnudas
en su mayoría-, traídas especialmente de Italia y Francia. Eran de terracota,
vi en aquello la posibilidad de hacer un buen negocio y le propuse a Chelini
una pequeña industria: se tomaba como modelo una de las esculturas que venían,
se le hacía el molde y se vaciaban en yeso. Lo que le daba valor a la imitación
era la pintura hecha por mí. Chelini accedió y hasta terminó por viajar a
Francia para traer varios modelos.
Trabajaba a destajo y
eso le permitía combinar el trabajo que le daba para vivir con la pintura. Aun
cuando Chelini vio en aquello una gran oportunidad y le propuso agrandar “esa
industria”, en el pintor privó la sana ambición sobre la desmedida codicia y se
negó: ninguna labor, por lucrativa que fuese, le impediría cumplir con su único
anhelo vital.
A cada momento
Chelini me decía: mete cinco, seis ayudantes, los que hagan falta, y yo le
contestaba: “no señor Chelini, yo hago esto para poder pintar. El era un hombre
muy duro, pero me tenía afecto y terminaba diciéndome: haz lo que te dé la
gana”.
Su secreto, como el
de muchos venezolanos de la época, era simple pero de muy difícil ejecución
para una gran mayoría:
Podía pintar en la mañana
e ir un rato en la tarde a trabajar. Cuando se aprovecha la mañana el día está
aprovechado. Recuerdo pintores de esa época que a las dos o tres de la tarde
decían: caramba, está bonito el día para ir a trabajar. Yo no. Siempre me he
levantado muy temprano, dispuesto a trabajar (…) Pintar fue una lucha contra la
adversidad. Mandaba la pobreza, era necesario hacer esfuerzos para ayudar a la
familia. Un mes antes de irme para Europa todavía estaba trabajando. Había
reunido seis mil bolívares y con ese dinero me fui.
Se fue a
Francia, itinerario obligado para los intelectuales y
artistas de la época, no sólo para aquellos que iban con el sincero deseo de
aprender (como en el caso de Cabré), sino también para quienes a su regreso
presumirían y ostentarían sin mostrar logro alguno. Aun cuando viera escenarios
naturales muy diferentes a los nuestros y acrecentara sus conocimientos con
nuevas técnicas, estilo y empleo de los colores, el pintor seguiría fiel al
rumbo trazado de manera auspiciosa por los escenarios naturales de su infancia.
Cuando tenía siete
años vivía de Quinta Crespo a Horno Negro, sitio donde había una cantidad de
casas muy pequeñas. Yo era un niño tranquilo y me sentaba a ver el cielo, las
nubes y todas esas cosas sin una finalidad. Sin darme cuenta, ese espectáculo
me subyugaba.
Y de aquella época,
aun adolescente y cuando daba los primeros pasos en su único sendero posible,
deja constancia en su conversación conmigo, cuando puntualiza lo que sería una
reafirmación de valores, hoy lamentablemente perdidos para el común de los
venezolanos:
Nunca he actuado de
mala fe, jamás he hecho nada con un propósito ajeno a la pintura misma. Detesto
la vanidad (…) Nosotros, quienes fundamos el Círculo de Bellas Artes, éramos un
grupo de jóvenes que criticábamos una serie de defectos existentes en la
Venezuela de aquel entonces ( y omnipresente en la
Venezuela actual) : la petulancia, la vanidad de gente que no
hacía casi nada y se creía una gran cosa.
Si algún privilegio
ha tenido esta tierra a lo largo de su historia, ése es el de albergar en su
seno grandes talentos (en una oportunidad mi profesor Ángel Rama,
lamentablemente fallecido en un accidente aéreo hace muchos años, me dijo; “me
molesta profundamente que en este país se derrocha tanto o más talento que
petróleo”) , muchos de los cuales se pierden, o por falta de voluntad, o por
falta de ayuda. Un buen ejemplo nos lo pinta el maestro Cabré:
Cuando nosotros
empezamos existía un grupo donde el más destacado era un hombre del pueblo
llamado Valdéz, un negro muy feo con un extraordinario talento pictórico. En el
museo hay un cuadro suyo, La madre enferma, su madre, una muestra
de lo que hubiera podido hacer. Había otro de apellido Uzcátegui.
Lamentablemente esos talentos se perdieron, fueron pintores frustrados
por la pobreza y la indiferencia oficial.
En este punto se me
ocurrió preguntarle al pintor por qué, si la indiferencia oficial era la misma
con todo el mundo, él y su grupo habían salido adelante y me respondió con un
lenguaje que, de haber vivido en esta época, hubiera sido motivo de una
inmediata execración por parte del sector oficial.
Porque pertenecíamos
a la pequeña burguesía (seguro estoy de que el maestro empleó esa frase sin
seguir ningún cartabón ideológico), que es de donde han salido las grandes
cosas. La gente de la pequeña burguesía es ordenada, manda a sus hijos al
colegio, se preocupa por formarlos, educarlos. Así, cuando alguien tiene
facilidad para algo, puede cultivarse. Nosotros éramos muchachos que, con o sin
disciplina, habíamos ido a la escuela, creíamos en el estudio y el trabajo
continuado.
Manuel Cabré nació en
1890, de manera tal que su infancia, adolescencia y buena parte de su madurez
le tocó vivirlas bajo el signo retrógrado de las dictaduras de Cipriano Castro
y Juan Vicente Gómez. Y siendo lugar común en los regímenes dictatoriales su
atrabiliario y venático desafecto hacia todo aquél que se prepara y cultiva su
intelecto en cualquier actividad digna, no sorprende lo difícil que debió ser
para muchos venezolanos, no sólo intelectuales y artistas, el subsistir y darle
cumplimiento a sus inquietudes. En este sentido da muy buenos ejemplos sobre lo
que fue la conducta de muchos de sus compañeros. Conducta que en el tiempo
presente se torna aún más loable, dada la magnitud trágica del actual
escenario.
Hay pintores que en
las épocas terribles, como la de Gómez, dejaron de pintar y luego, cuando la
situación cambió, volvieron a hacerlo En cambio, hay
otros como Rafael Monasterios, Armando Reverón y Marcos Castillo, a quienes
respeto y admiro porque pasaron infinidad de miserias y de hambre pero nunca
desertaron de la pintura, jamás perdieron el fervor por lo que estaban haciendo
y cada uno de ellos dejó una obra digna y respetable. Quiero hacer hincapié en
esto: al pintor de esa época se le presentaba el difícil problema de cómo vivir
y cómo pintar. Ellos, cada quien a su manera, lograron resolverlo.
Releo estás líneas y
recuerdo con nitidez el tono de reproche con el que prosiguió su discurso luego
de una breve pausa:
En Venezuela el
olvido es una cualidad, una triste cualidad. Afortunadamente, el testimonio no
se puede borrar. Monasterios, Reverón y Marcos Castillo
son lo que hicieron. Sus obras están allí, mostrándose, con una vigencia que
nada ni nadie podrá negarles.
En ese momento se me
ocurrió, quizá de manera apresurada (así lo pensaba), asociar la configuración
de ese carácter olvidadizo con la bonanza petrolera y el maestro respondió sin
titubeos.
Indudablemente cada
país tiene sus características naturales. Sin embargo, en el caso nuestro, la
súbita aparición de esta riqueza trajo consigo muchas cosas malas. Sin ánimo de
censura, me parece que una de ellas es haber formado una juventud
desapegada y poco crítica, la cual no siente por el país nada que le obligue a
continuar una manera de ser ( ¡Cuánta verdad encierran estas proféticas
palabras, pronunciadas hace 36 años! ). En gran medida, el tesoro
petrolero ha contribuido a la pereza, al amor a la holgazanería, el asco hacia
el trabajo y una conducta acicateada por el dinero fácil. Naturalmente, una
actitud tal favorece el deterioro de los valores espirituales
Once años trabajó
Manuel Cabré con Eusebio Chelini y, con el dinero que ahorró, residió durante
once años en Francia. A no dudarlo, adquirió conocimientos,
perfeccionó su técnica y contrastó paisajes. A diferencia de muchos otros, ni
el alarde ni la vanidad formaron parte de su conducta al regresar; por el
contrario, con humildad y no poco orgullo manifestó:
Estuve allí con mi
propio dinero. Nunca tuve una beca ni una pensión…jamás le hubiera
pedido nada a nadie (…) allá viví una renovación espiritual y
es esa renovación la que da a la vida un sentido diferente e
interesante. Quien dedica su vida al arte es una persona afortunada, pues vive
inmerso en una gran pasión. Yo, pongamos por caso, tengo noventa años y la
pasión es la misma. Poseo una riqueza que no tiene todo el mundo. Hay hombres
cuya finalidad es el dinero y hacen millones, después llegan a los sesenta años
y se fastidian como ostras, no saben qué hacer.
Con respecto al
manoseado mote de “pintor del Avila, manifestó con sencillez:
Los paisajistas
famosos, ¿qué han hecho? Lo mismo que yo, pintar el paisaje del lugar donde
nacieron, vivieron y sufrieron. Utrillo, por ejemplo, ¿qué pintó? Las calles de
Montmartre, el barrio donde nació. A mí se me criticó porque cuando
alguien saca la cabeza de la línea horizontal, inmediatamente surgen quienes lo
elogian y quienes lo vituperan, de ese fenómeno no se salva nadie (…) Con
el mote de pintor del Avila he podido enriquecerme en poco tiempo, pintando
cuadritos con ese tema y vendiéndolos a elevados precios.
El pintor Manuel
Cabré no hizo tal cosa. Fiel a sus principios y a los valores recibidos desde
su infancia, vivió su larga existencia con humildad y sencillez. Quizá al
venezolano de hoy todo esto le parezca un periplo inútil y carente de sentido.
En una sociedad donde el frenesí por lo material ha aplastado la espiritualidad
y donde la ambición de poder carece de límites, hasta el punto de atropellar
elementales normas de convivencia y justicia social, vidas como la de Cabré
seguirán siendo referencias obligadas a la hora de comparecer en el inexorable
juicio de la historia.
Caracas, lunes 31 de
octubre de 2016.
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