Emilio Spósito Contreras
SOBRE GIGANTES
A Emilio
Ignacio,
dedico.
Es común encontrar en las mitologías de diferentes pueblos, referencias
a una raza de seres humanoides –parecidos, pero no completamente humanos–, de
gran tamaño y fuerza o poder. Entre los griegos, gigantes (γιγάντεσ),
literalmente “nacidos de la tierra” o hijos de Gea. Nephilim (הנּפלים),
literalmente “los caídos”, entre los hebreos. En el folclore escandinavo se les
denomina troll. En el japonés oni. En la mitología pigmea, negoogunogumbar…
Aunque, a su vez, los pigmeos están en la mitología del resto de los pueblos
del mundo, como enanos.
Del gigante de la tradición greco-latina horcus –personificación de los
juramentos, que velaba por su cumplimiento y castigaba el perjurio–, derivan o
están relacionados las figuras del orco italiano, el ugri magiar, el ogyr
celta, el ogre francés, o el ogro castellano. Es decir, el ogro es una especie
del género gigante. Pero mientras la degradación del mito, nos los presenta
torpes y de escasa inteligencia, de las menciones más antiguas y puras es
posible entrever lo contrario.
Entre los chinos, el gigante Pangu, es el creador del mundo. Para los
japoneses los oni, a pesar de bárbaros y feroces, no son malos por naturaleza y
los hay bondadosos, que ayudan a los héroes y combaten a seres malignos. En el
Génesis 6, 4, se señala “En ese entonces había gigantes sobre la tierra, y
también los hubo después, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de
los hombres y tuvieron hijos de ellas. Estos fueron los héroes de la
antigüedad, hombres famosos”.
En la mitología griega los encontramos de todas las calidades: Entre
estos gigantes puede mencionarse a Alcioneo (‘burro poderoso’), Ctonio (“de la
tierra”), Damasén (“domador”), Efialtes (“el que salta sobre”), Encélado
(“exhortación”), Éurito (“que fluye completo”), Hipólito (“que libera los
caballos”), Palas (“blandiendo [armas]”), Polibotes (“mucho alimento”),
Porfirión (“levantarse”), Tifón (‘humo”) Toante (“rápido”). Entre todos, el más
famoso Orión: hermoso gigante que podía caminar sobre el agua y que amenazó con
acabar todas las bestias de la tierra por su destreza en la caza. Se convirtió
en la constelación que lleva su nombre.
En la literatura medieval es común llamar a Hércules gigante.
Un caso especial de gigante, lo encontramos en san Cristóbal de Licia.
Según cuenta la Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine, san Cristóbal fue una
especie de mercenario llamado Réprobo, deseoso de servir al amo más poderoso de
todos. En su búsqueda estuvo como Goliat a las órdenes del rey cananeo y del
mismo demonio, hasta que se enteró que éste temía a uno más poderoso:
Jesucristo.
Réprobo se convirtió al cristianismo adoptando el nombre de Cristóforo
–conductor de Cristo– y se dedicó a conducir sobre sus hombros a los
peregrinos. Cuentan que un día cargó un niño de un peso extraordinario que
resulto ser Dios y el peso el del mundo entero.
San Cristóbal murió martirizado por el rey de Licia, que experimentó
todas las tentaciones y torturas imaginables. En Oriente a Cristóbal se le
representa como Anubis con cabeza de perro o chacal (cinocéfalo): La función de
psicopompo, a la manera de Caronte, resultan evidentes. En Europa, durante la
edad media, se le representó como un gigante cargando un niño a sus espaldas:
Quizás evocando a Eneas. Esta imagen era común en las puertas de las murallas
de la ciudad y las iglesias: Recuerdo haber visto la borrosa imagen de un san
Cristóbal en una pared de la catedral vieja de Salamanca.
Solo ver la imagen del gigante era seguridad de ser librado en lo
inmediato de todo tipo de males.
Durante la contrarreforma la Iglesia intentó suprimir el culto a un
dudoso san Cristóbal, pero el tiempo y el fervor popular lo han puesto de nuevo
en los altares. Hoy san Cristóbal es el patrono de los automovilistas.
Ya en el renacimiento, la literatura, de la mano de Rebelais, nos trae
a los gigantes Gargantúa, y su hijo, Pantagruel.
Existe un cuento de Emilio Menotti Spósito, escrito en 1930, sobre “El
gigante de Milla”:
“El Milla es el río de la ingenuas leyendas infantiles,
que escuchamos en nuestro primeros años, al calor del rescoldo hogareño, en las
frías tardes decembrinas. Los furtivos cazadores que solían arriesgarse en el
corazón de las encendidas montañas del Milla, tras la pista de conejos y
venados, han visto deslizarse por entre los acantilados de las roca, al rayar
del alba o en los crepúsculos vespertinos, una gallina de oro macizo, seguida
de sus áureos polluelos.
También aseguran haber visto, y aún hablado con él, al
barbudo y descomunal gigante, que cuida las sagradas calderas de los Chorros.
Su habitación está en lo más abrupto del Monte Zerpa, en una gruta encantada,
que nadie ha podido encontrar.
Un sabio naturalista francés, el doctor Burgoin, que
hizo de Mérida su segunda patria, en una de sus excursiones botánicas se halló
de pronto, sin poderlo evitar, con el viejo vestigio de los Chorros. Burgoin
cargaba una magnífica escopeta de dos cañones y, lleno de miedo y de sorpresa,
apuntó con ella hacia la boca abierta del gigante:
—¿Qué llevas muchacho?
—Un tabaco. ¿Te gusta fumar?
—Algunas veces. Dame una chupadita.
Burgoin descargó las dos balas en la abierta bocaza del
espectro.
Se oye una interjección espantosa, como el fragor de una
centella.
El francés corría a todo escape, salvando los agudos
filos de alas salientes rocas.
Y a sus espaldas, entre salivazos de fuego, murmuraba el
gigante:
—Qué tabaco tan fuerte me ha brindado el musiú!
Hoy los Chorros de Milla han perdido el encanto natural
de su inocencia paradisíaca... Y el gigante barbudo, celoso vigilante de las
hermosas cascadas, se hundió también en la gruta encantada del Monte Zerpa,
como una corajuda protesta ante la vil profanación”.
Lastimosamente no todas las versiones de los gigantes le hacen
justicia, sobre ellos se ha popularizado la versión de sus principales
competidores y enemigos, los hombres en general, que los han descrito como
seres salvajes, horrendos, crueles, malvados, de poca inteligencia, dañinos,
con filosos dientes, que secuestran y gustan de comer niños. En general, tales
epítetos han servido para referirse a cualquier ser, humano o no, al que se
envidia o tiene por enemigo (v. gr. caribes, judíos, comunistas, piratas,
etc.).
Sin embargo, aún en libelos contra ogros y gigantes, como los de
Perrault, Rebelais o los Grimm, es posible entrever las virtudes familiares,
económicas, gastronómicas, físicas, militares y hasta ecológicas, de tan
extraordinarios seres. También puede determinarse que son un género (no casos
aislados de gigantismo), que los hay de ambos sexos (ogros y ogresas) y que
pudieron mezclarse con humanos (antepasados ogros).
Respecto de la interpretación de estas figuras, es curioso que salvo
contadas excepciones –v. gr. el horcus greco-latino como deidad de los
juramentos– más que naturaleza hierofánica o expresión de lo sagrado,
parecieran ser recuerdos históricos de seres que rivalizaron con los hombres.
El Homo neanderthalensis, por ejemplo, comparativamente con una fuerza
extraordinaria y una capacidad craneana superior a la del hombre, se extinguió
hace apenas 28.000 años, conviviendo un período de aproximadamente 5.000 años
con el Homo sapiens, lo suficiente como para que dejaran huella en la memoria.
Un recuerdo de la infancia de la humanidad.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar al gigante en relación a su
opuesto: el enano, sobre todo como símbolo de algunos que por su situación o,
peor aún, por sus conocimientos se sienten superiores a los demás. En este
caso, el gigante siente que su cabeza se eleva sobre las nubes y el resto son
enanos a quienes, en el mejor de los casos, trata con condescendencia. Mientras
más alto el árbol más estruendo produce al caer: No debemos confundir al gigante
con el titán, este último usualmente con alusiones trágicas. El complejo es
común entre profesores y médicos. El remedio, pasa por aislar el individualismo
y fomentar la visión comunitaria –aunque asimétrica– que, por ejemplo, resulta
esencial en la educación o la salud.
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