Emilio
Spósito Contreras
SOBRE LA LICANTROPÍA
O EL PECADO POLÍTICO DE LICAÓN,
TIRANO-LOBO DE ARCADIA
A
diferencia de la célebre nodriza de Rómulo y Remo, que reconoció la progenie y reprimió
su naturaleza de loba para criar a los gemelos humanos, hay hombres que
abandonan sus buenos instintos para entregarse a las pasiones y convertirse en
lobos. La diferencia entre el primer ejemplo y el segundo, es la misma que
existe entre la virtud y el vicio, entre el animal que desarrolla su conciencia
y el que desciende hasta rondar el borde del abismo.
La
trágica caída moral de los hombres, la locura de la violencia representada por
el feroz lobo, ha sido causa de profundo temor de la grey que les ha padecido,
sobre todo como gobernantes, o mejor dicho: tiranos. Cuenta al respecto el
genial poeta latino, Publio Ovidio Nasón (43 a.C.-18 d.C), en su exquisita obra
Metamorfosis [1], que teniendo como auditorio a la asamblea de los dioses,
el gran Júpiter, indignado por la maldad de los hombres, sentenció firme:
–Había llegado a mis oídos la infamia del tiempo y,
deseando que resultara falsa, desciendo del excelso Olimpo y, dios bajo figura
humana, recorro la tierra. Largo sería enumerar cuánta maldad encontré por
todas partes; la mala reputación era inferior a la verdad. Había atravesado el
monte Ménalo, horrendo por las guaridas de fieras, y, con Cilene, las frescas
sombras de los pinos del monte Liceo; entonces entro en la mansión
inhospitalaria del tirano de Arcadia, cuando el crepúsculo vespertino traía la
noche. Yo di señales de que había llegado un dios, y el pueblo empezó a
dirigirme sus ruegos. Primero Licaón se burla de sus piadosos votos; luego
dice: «Voy a experimentar con una prueba clara si éste es un dios o un mortal.
Y no habrá que dudar de la verdad». Durante la noche, rendido yo por el sueño,
me prepara una muerte inesperada; escoge esta prueba para conocer la verdad. Ni
con esto se contentó; con la espada corta la yugular de uno de los rehenes que
le habían sido entregados por los molosos y ablanda parte de sus miembros
palpitantes en agua hirviendo, asando la otra parte al fuego. Y en el momento
en que lo puso sobre la mesa, yo, con el vengador rayo, derribé la casa sobre
su dueño, dignos penates. Aterrorizado se escapó y, al alcanzar la llanura
silenciosa, se puso a aullar y en vano intentó hablar; su boca concentraba la
rabia que lleva dentro de sí mismo y emplea su desordenada pasión de matanza
con el ganado y aún se goza en esa sangre. Sus vestidos se transformaron en
pelos, sus brazos en patas, pues se convierte en lobo, aunque conserva rasgos
de su antigua forma. Tiene el mismo color blanco de su pelo, el rostro con su
misma fiereza, brillan los mismos ojos, es la misma imagen de la ferocidad.
Solamente cayó una casa; pero no fue solamente una casa digna de perecer; sobre
toda la extensión de la tierra reina la salvaje Discordia. Creed que se habían
confabulado para el crimen. Sufran rápidamente todos el castigo que ha
merecido… (Metamorfosis I, VI).
Comienza
el poeta denunciando las épocas en las cuales el mal reina libremente entre los
hombres. El sufrimiento es casi natural, pero debe admitirse que hay momentos
en los cuales las desgracias se juntan inexplicablemente. A veces los reveses
son fortuitos y a veces culposos, en ambos casos se llevan con resignación.
Pero en algunas ocasiones, las penas son injustas y los hombres suelen clamar a
los cielos por un remedio.
Júpiter,
de incógnito, quiso ser testigo de la situación terrestre y padecer el miedo de
las fieras y el frío de la brisa, al igual que todos. Pero su naturaleza divina
no deja de revelarse a las criaturas. Cabría preguntarse si el poeta, de alguna
manera, también se refiere a lo divino que hay en cada uno de nosotros. La
gente del pueblo, reconoció de inmediato el halo de dios en el otro –y en ellos
mismos, aunándose–, pero el envidioso no pudo verse reflejado, o peor, no vio a
dios en él [2].
Licaón,
tirano de Arcadia, teniendo a Júpiter de huésped en su casa, en vez de reconocerle
y adorarle, o al menos honrarle con su hospitalidad, buscó matarle dándole de
comer carne humana. El crimen es especialmente abominable porque implica un
doble sacrilegio: por una parte, impurificar al dios con alimentos repugnantes,
y por la otra, asesinar a rehenes, garantías de un juramento entre Arcadia y
Molosia. La reacción del dios al verse servido con tales viandas fue
literalmente fulminante.
Licaón,
alimaña de su pueblo, intentó poner a prueba a Júpiter mismo, como el demonio
quiso tentar a Jesucristo en el desierto (Mateo 4, 1-11; Marco 1, 12-13 y Lucas
4, 1-13), como si se tratara de sólo un débil hombre y no de Dios mismo,
perfecto en la gracia y en la sabiduría de la verdad [3]. Es precisamente ésta la
lamentable situación del diablo, sus esbirros y secuaces: no ver, comprender –comprehensio–
a Dios [4].
El
rayo cayendo y destruyendo la casa, la torre, el país… nos recuerda la imagen
del Tarot. En este caso, para el creyente es evidente el origen divino del
castigo del gobernante: una enfermedad incurable y calamitosa muerte, por
ejemplo; pero para el impío, que el cielo se abra y descargue su fuerza contra
él, en vez de contrición, se vuelve una embarazosa excusa para revelarse contra
una voluntad superior a la suya y blasfemar, es decir, contrario al santo Job, hundirse
en los propios lodos del infierno.
Licaón,
despreciado por los arcadios, en la silenciosa llanura que es su conciencia,
aúlla de la rabia y no habla o razona, perdió su condición humana y nada lo
diferencia del resto de las fieras. La pérdida de la conciencia hace de Licaón
un débil mental, incapaz de entender o querer; de hecho, durante mucho tiempo
“licantropía”, fue el nombre dado a ciertos estados neurológicos y psicopáticos
que se afirmaban con la soledad o el distanciamiento social.
El
alejamiento de los otros, de la vida social, civilizada, es representada por el
poeta con dos claras imágenes: por una parte, el gusto del carnívoro por la
matanza y la sangre; y por la otra, la pérdida de las vestiduras, la desnudez
(oprobio, vergüenza) o el uso de una piel blanca (color de luto para los
romanos). Tal interpretación, sin duda podría alinearse con vegetarianos y
animalistas, pero es justo decir que se refiere más bien al “traje nuevo del emperador”
o al uso de toga por el magistrado espurio.
También
debe aclararse que la metamorfosis en lobo solitario fue interna, pues “conservaba
los rasgos de su antigua forma”. Ello hace difícil a nuestros semejantes distinguir
a los hombres-lobo, a los tiranos… y cuidarse de ellos como de las plagas. Al
principio suelen presentarse como mansas ovejas para luego terminar devorando hasta
las niñas de los cuentos. Quien no pueda identificar al hombre-lobo en su fase
sanguinaria, lamentablemente es porque está infectado del mismo mal.
Este
es precisamente uno de los mayores peligros de la licantropía: el contagio; o
más bien, la propensión del medio a que ocurra más de un caso. En el relato de
Ovidio la casa de Licaón cae para él y para Arcadia (la manada), porque “sobre
toda la extensión de la tierra reina la salvaje Discordia”. Nuevamente, la
referencia a un mal social o político: la discordia, literalmente “corazones
que no laten juntos”, y que nos lleva al enfrentamiento, la disgregación y,
finalmente, la muerte o extinción.
Venezuela
suma a diario la muerte de inocentes ante la mirada brillante de los
responsables de evitarlas. Condenar el mal no es evitar, y en algunos casos equivale
a perpetrarlo. Asistimos a la matanza provocada por lobos incapaces de reconocerse
en el otro. Tendríamos que hacer esfuerzos por analizar la sociedad que tenemos
y qué debemos hacer para forjarnos un futuro mejor. Ojala que por la
intersección de san Francisco, repitiéramos el milagro del lobo de Gubbio. Pero
esa, es otra historia…
Notas
[1] Utilizamos la
traducción de Vicente López Soto. Editorial Juventud. Colección Libros de
Bolsillo Z, número 270. Barcelona 1991.
[2] Cfr.
ZAMBRANO, María, El hombre y lo divino. Fondo de Cultura Económica. 2ª
edición, 3ª reimpresión. Breviario 103. México 2001, pp. 277-295.
[3] Cfr.
AQUINO, Tomás de (Santo), Compendio de teología (1, 213). Traducción de
José Ignacio Saranyana y Jaime Restrepo Escobar. Rialp. Madrid 1980.
[3] Ibidem 1,
327.
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